Se está convirtiendo en la frase del verano, en cualquiera de sus variantes: “Los convencionales de las izquierdas duras se volvieron locos; están proponiendo todas las estupideces posibles; son de una irresponsabilidad sin límites; no hay coherencia alguna en lo que aprueban; no se había visto gente más ignorante”, etc., etc.
¿Locura, estupidez, irresponsabilidad, incoherencia, ignorancia?
No, nada de eso.
Los convencionales comunistas, indigenistas, populares —y los otros que se les suman en cada una de las normas propuestas o en vías de aprobación— saben muy bien lo que están haciendo. Saben que prepararon el 18 de octubre con la suficiente perspectiva como para estar cosechando hoy los primeros frutos de un diseño que va de lo insurreccional a lo totalitario, pasando por lo refundacional. Puede que haya —sin duda los hay— uno que otro convencional algo cucú y uno que otro que sea analfabeto funcional. Esos pocos solo hacen número.
Pero la inmensa mayoría de los que proponen y aprueban en comisiones cuánta novedad copa los titulares de los medios, esos… esos están en sus perfectos cabales y conocen a fondo lo que dicen y lo que buscan, dentro de las diferencias que también los enfrentan a unos con otros.
Por eso, el cansancio moral y mental que producen las noticias que nos llegan cada día desde la Convención corre el riesgo de derivar en simples y beligerantes descalificaciones: “¡Locos, estúpidos, irresponsables, incoherentes, ignorantes!”, calificativos que a nada bueno conducen.
Si se trata de enfrentar el proyecto de destrucción de Chile, es otro el plano en el que se debe actuar. Porque si el Derecho y la Justicia están en vías de ser destrozados definitivamente, es al concepto jurídico fundamental al que hay que recurrir para cerrar la puerta a esa aventura criminal. Y ese principio es el de la legitimidad, es decir, el criterio decisivo para juzgar los actos políticos.
El 15 noviembre les regaló a las izquierdas duras una supuesta legitimación del 18 de octubre. Para desgracia nacional, así lo han entendido hasta ahora casi todos los actores políticos. Pero llega el momento de contradecir esa gran farsa, propiciada por algunos para llegar hasta donde estamos hoy y seguir de largo hacia el final de su proyecto disolvente, mientras ese mismo engaño ha sido aceptado por tantos otros que, en su ingenuidad o en su mediocridad, dieron forma a un punto de partida legal tan viciado como criminal fue la violencia de cuatro semanas antes.
El 18 de octubre no tiene legitimidad alguna; en consecuencia, el 15 de noviembre carece de legitimidad de origen; todos los actos posteriores han intentado obtener legitimidad de ejercicio, y han fallado; el actual funcionamiento de la Convención no es más que el último empeño por revestirse de intangibilidad. Por eso, dicha Asamblea invoca su autonomía, con la soberbia propia de quien sabe que mientras con mayor atención se la mire desde fuera, con más evidencia se descubrirá su falla de origen y de ejercicio. Y mientras más actúa, más ilegitima su ejercicio.
¿Estamos en un laberinto sin salida, solo porque a la Convención se le entregó la única llave de la única puerta? Las restantes instituciones y la ciudadanía toda, ¿somos ya rehenes irredimibles de esa decisión?
Si la decisión fue ilegítima, legítimo es pensar cómo desde el Derecho se puede recuperar la conducción de un proceso que hoy es ya de vida o muerte.
Y esa es tarea del nuevo Congreso, de la Corte Suprema, de los restantes órganos civiles del Estado, en fin, de aquellos convencionales conscientes de que, precisamente porque fueron conducidos a actuar dentro de un marco de ilegitimidad, su responsabilidad es aún mayor.
Abogado, historiador y académico chileno. Es autor de varios libros de historia de Chile. Doctor en Derecho, columnista semanal de El Mercurio